Yo soy el que estaré
Le habían enseñado que había un solo Dios pero
ocho bochazos en la Facultad de Teología de la UCA
−más un poquito de calle por cierto−, le demostraron lo contrario. Los hindúes
adoraban a Brahman, Shiva y Vishnu, los musulmanes a Alá; y a la Marga, los muchachos de la
esquina; eso era una trilogía o una orgía, como lo de Dios uno y trino. Y
cuentan que trinó el terceto tía, abuela y madre a su llegada, y le hizo creer
que él sería especial, único en el mundo.
Pero se llamaba Carlitos, igual que el
gordo de la otra cuadra, Gardel y el primo más chico; ni siquiera Carlos como
su padre o Don Carlos como el abuelo materno. Por eso, apenas alcanzó la altura
de la mesa del comedor, supo que tendría que hacerse notar. Así que empezaron
las trepadas a los árboles, luego las amonestaciones en el colegio, y por
último la carrera de técnico superior en sismografía planetaria. Al pedo,
siempre al pedo. Porque Carlitos era Carlitos por mucho que quisiera diferenciarse.
¿Qué Carlitos?
Él tenía que hacer algo en la vida que lo
transformara en un ícono, en el nombre de una calle por lo menos. No fue así. Como
sismógrafo terminó trabajando de oficinista en el correo, como oficinista de
correo −a pesar de coleccionar y vender estampillas− siempre ganó poco; y sólo
pudo comprar una casita igual a todas con el plan del banco hipotecario para
casarse con una chica, común y corriente, del barrio Chauvín. Él creyó que ese
amor sí sería único en el mundo, y fruto de ese amor tuvo un hijo único… hasta
que llegaron los otros seis. También creyó que ella sería la única mujer de su
vida, pero cuando murió de una bronquitis común recién cumplidos los treinta y cuatro,
como los hijos no podían quedar sin madre, se volvió a casar. La nueva resultó
ser tan buena esposa y madre como lo había sido su mujer anterior. Y también la
amó. Tanto como amaba el olor a tinta de los sellos, las postales de viaje sin
sobre, los encabezados comunes, tipo Querida
Martha: te escribo estas líneas…, o los
formalismos: Sin otro particular saluda a
Usted… Eran simples. Igual que
los telegramas o las cartas de renuncia, igual a la que él mismo mandó una
tarde setiembre, de esas tan sentimentales como suelen ser las tardes lluviosas
de setiembre.
Carlitos se sintió entonces dueño de todo
el tiempo del mundo para concebir una forma de llegar a la inmortalidad. Si no podía
ser una calle, por lo menos una placa en la biblioteca el barrio; así que se
dispuso a escribir su historia. No podía ser igual a otras, de modo que compró
y leyó cuanto libro de memorias, diario o autobiografía encontró en las tiendas
de usados, más las que le prestaron y aquellas que le costaron fortunas −por
ejemplo las de los famosos que siempre cuestan demasiado sobre todo si son no
autorizadas−. Todo había sido escrito. Uno quiere ser distinto y la suma de los
distintos es innumerable… Primero se desmoralizó, después se dijo ¿por qué no? y
fue entonces cuando le pasaron con un skate por encima del pie. Miró al jovencito
con rabia y dolor. Cuando al primer hombre sobre la tierra le pisaron un pie ¿habrá
gritado? Tal vez sí podría marcar alguna diferencia: No gritó. Tal vez por lo
mismo “Qué tal López” figuraba en Wikipedia ¿O habrá sido porque lo escribió
Cortázar?
Para la época en la que el libro iba
tomando forma murió su segunda esposa. Él tenía 57 años y algunos de sus amigos
empezaban a faltar a las reuniones de los jueves. Uy ¿te acordás de Pancho? Y qué
tipazo el Rubén… tan joven. Que un infarto, que un cáncer de colon, que no
tendría que haber salido a la ruta con esa niebla. De todos se acordaban un
tiempo. Y después: nada.
Aquella tarde, poco antes de las seis, hora
a la que cierra el cementerio de La
Loma se le ocurrió ir a dar una vuelta. Había una leyenda en
la que no había reparado hasta entonces: Aquí
descansan los que no precedieron en la vida. Las inscripciones en las lápidas
poco se diferenciaban unas de otras. No importaba si sus ocupantes habían
dejado el reino de los vivos en 1879, 1946 o 2005. ¿Se destacaría la suya algún
día? Allí estaban también las de sus dos mujeres, una en la galería de la
izquierda al fondo, la otra a la derecha, tercer pasillo; las dos con los
bronces opacos y el pasto crecido. A la salida encontró a la que sería su
tercera esposa. A ella también la quiso. Y la quiso tanto como a las otras, con
ese único amor único. Cómo puede uno amar, no más de una vez sino, tres veces. ¿Qué
era el amor?
Decidió dejar de lado sus memorias y
encarar otro género: el ensayo. ¿Sería original ese cuestionamiento filosófico?
Sabía que no era dueño de las respuestas pero sí de las preguntas. ¿Acaso muchos
no las habían formulado ya? Él no haría lo mismo. Le vino a la cabeza el nombre
de una telenovela que miraba su madre: El
amor tiene cara de mujer. No, el amor no era buen tema; había pasado ya por
muchas manos. Igual que Marga, igual que él. Así que Carlitos, o Carlos, un
tipo con nombre común, con una historia común, con las mismas preguntas que se
han hecho desde hace milenios todos los mortales, se preguntó sobre la muerte y
encontró que no había forma de hacerlo sino en plena vida.
Con la minuciosidad de un arqueólogo, Carlitos
hizo autopsia a los recuerdos, recorrió los lugares de su infancia, investigó, abrió
heridas y mortajas, enterró desengaños, resucitó juegos, sufrió otra vez las
pérdidas y revivió la gloria de sus pocos logros; compró momias en el mercado
negro, coleccionó obituarios, transcribió, definió, esbozó su testamento y
redactó su epitafio. Cuando sintió que estaba logrando plasmar una obra que
estaba seguro lo haría merecedor de un lugar en el Parnaso, la mujer lo
incineró con la mirada, dio un portazo y se fue.
No se inmolaría. Por fin era el único habitante de la casa. Recién
ahora, con más de ochenta años todo cobraba sentido: Esa vida, igual a la de
los muchos Carlitos que habían llevado o no su nombre, era única e irrepetible.
Esa noche lo internaron. Dicen que hablaba
de tiempo y eternidades. De otros sin rostro, de disolverse, de fundirse, de un
nombre impronunciable. Cuando le preguntaron el suyo, simplemente calló.
Algunos afirman que eligió una cama cualquiera de la sala general, otros que
fue la nº 7 del séptimo piso. Que se acostó a dormir, por última vez, con un NN
atado al dedo gordo del pie izquierdo. Y que no tuvo miedo. Al fin y al cabo, su
muerte sería igual a cualquier otra.